Una vez que los medicamentos empezaron a surtir efecto, el dolor empezó a ceder así como las náuseas, y fue entonces que pude ocuparme de mis otras necesidades fisológicas. El frío que se sentía en la Sala de Emergencia era insoportable. Todo mi cuerpo temblaba y se contraía con el intento de calentarme, pero todo en vano. Por alguna razón, no había una cobija en ese lugar para mi, y ellos pretendían que me contentara con un campo médico de esos azules, por el cual les menté la madre y les repetí que quería una cobija.
Gracias a Dios que mi hermana decidió llevar una toalla en caso de que la necesitaramos durante el trayecto hacia la clínica y eso me sirvió de cobija improvisada hasta que como media hora después alguien se dignó a facilitarme una de las cobijas del área de Hospitalización.
Pronto me volví más consciente de lo que ocurría a mi alrededor. Mi familia me rodeaba con sus caras llenas de angustia y ya los enfermeros se habían rendido de explicarles que estaba permitida la compañía de una sola persona y no de tres. Mi papá hacía un esfuerzo por calentarme los pies, y mi mamá le daba instrucciones a mi hermana de las cosas que necesitaría para pasar la noche conmigo.
De cuando en cuando regresaba ese dolor terrible y cuando me levanté para ir al baño, no pude dejar de notar el tinte rojo que dejé en el excusado, con la subsiguiente pregunta absurda -Papi, eso está rojo, ¿está bien?-.
Me sacaron la sangre, me pusieron un viaje de antibióticos después de que se enteraron de que tenía los glóbulos blancos a mil, informándome que tenía una infección en el estómago, y me dejaron así, esperando que durmiera.
La persona que se encontraba en el cubículo de al lado, estaba luchando contra un dengue hemorrágico, un chino de esos que no entienden nada de español. El doctor, quien después resultó ser el anterior decano de la Facultad de Medicina de la UCV, no hallaba como hacerle entender al chino que el dengue le estaba causando una falla hepática y que no podía beber alcohol ni ingerir comida grasosa. En su desesperación, empezó a pegar unos gritos insoportables, acabando con mis fallidos intentos de dormir.
Entre tanto, mi mamá se había acostado en uno de los cubículos desocupados,y una vez que el doctor dejó de gritar y los chinos dejaron de gritar también, poco a poco me fui relajando y me sumí en un sueño intranquilo. Tenía muchísima sed y nadie quería darme ni un poquito de agua, por miedo a que mi intolerante estómago ni siquiera pudiese aguantar un poquitico de líquido. Mis labios estaban secos y los dientes se me pegaban a las encías. Nunca había pasado tanto tiempo sin tomar agua. Resultaron ser más de 12 horas...
Durante esa noche, intenté despertar a los enfermeros siempre que necesitaba ir al baño, y fue mi mamá la que acudió al rescate. Estaba a 4 cubículos del mío, y sin embargo, a eso de las 3 de la mañana, escuchó mi voz, y se encargó de despertar a Rodrigo (el enfermero) para que me desenchufara del suero y del antibiótico y me acompañó al baño.
Sinceramente las mamás son seres del otro mundo. Después de eso no se quiso volver a su cubículo y decidió pasar la noche "acostada" en una silla, y me acompañaba al baño cada vez. Conversó conmigo, nos reímos del chino y estábamos a la expectativa de que llegara el médico y "nos" diera de alta esa mañana para poder ir a casa.
El doctor de guardia no volvió a aparecer más nunca, ya que mi infección requería asistencia especializada y esperábamos por el gastroenterólogo, que vendría tempranito a las 10. Antes de eso, exigí un trago de agua, y me lo dieron, ¡fue maravilloso!, el agua sabía horrible, y no me importó, ¡era agua!.
Antes de que llegara el Dr. Medina, me llevaron a hacer un ecosonograma abdominal, donde me tuvieron esperando sentada en una silla de ruedas como por 15 minutos en una esquina, en la cual me sentí como una especie de estorbo, y donde después el doctor del eco, me lleno toda la panza de ese lubricante asqueroso y no le importó mancharme la franela y el short y la ropa interior de aquel gel frío y horrendo. La consideración de este hombre para con el bienestar del paciente era absolutamente nula, pensaba mientras me pasaba el aparato por el estómago y me daba órdenes -Respira profundo, aguanta la respiración, exhala-. No preguntó mi nombre ni qué tenía ni por qué estaba allí. Imbécil.
Me regresaron a mi currículum, donde ya estaba el Dr. Medina con su cara bonachona y su barba blanca, y de inmediato me sentí mejor. Me palpó el estómago, se alegró de que todo estuviese blandito, y nos dio la mala noticia. Íbamos a hospitalizarme, pues la infección seguía siendo muy severa y me quería tener en observación...