lunes, 30 de agosto de 2010

"Por un beso de La Flaca yo daría lo que fuera"

"Aunque sólo uno fuera"
Por: Jarabe de Palo

Experiencias clínicas III

Fue así como después de dos horas de espera, nos enviaron a una habitación en el área de Hospitalización.

Creo que ni siquiera un hotel puede vencer las características de esta habitación. Una cama cómoda (de esas de hospital, claro), un sofá para un acompañante, y un baño más grande que los de mi casa. Me dieron Kleenex, un kit para aseo personal, unas toallitas húmedas de esas de bebé, el montón de cosas de esas inútiles que le dan a las personas en la clínica.

Por fin me pude acostar cómoda y sin frío y logré dormir casi todo el día. El cuarto siempre estaba obscuro porque estaban construyendo algo al lado, y dormí y dormí... Entraban las enfermeras, me tomaban los signos vitales, entraba la del laboratorio a sacarme la sangre, entraban las enfermeras para ponerme el antibiótico, para revisar si se había acabado el suero. Todo esto lo recuerdo a intervalos ya que el sueño hacía que todo se interrumpiera.

Cuando al fin despierto al día siguiente, entró el médico residente, con su cabello claro y sus espectaculares brazos, me dice -hola, ¡otra vez!- y yo, en la luna. No recordaba haber visto a esta persona en mi vida. Sucede que en mi noche de vómitos y dolor, este médico estuvo allí conmigo y ni me di cuenta. Me revisó, me tocó el estómago de nuevo, y me dijo que probablemente me enviarían a casa ese día, pero que no estaba seguro... Teníamos que esperar por lo que dijera el Dr. Medina.

Unas horas de sueño después, llegó el Dr. Medina para decirnos que no me podían dejar ir a casa, porque todavía mis glóbulos blancos andaban en la locura, tenían que seguir administrándome el antibiótico intravenoso, así que ni modo.

Dormimos y a la mañana siguiente nos dieron de alta.

Legué a casa después de haber pasado dos días comiendo un caldo de cebollas hervidas y una gelatina que sabía a mierda, y después de enterarme de que debíamos 8 millones de bolívares, para que en algún punto de toda la historia, tuviese que esperar más de dos horas por un analgésico, y para que el intercomunicador a enfermería no sirviera. Gracias a Dios que a alguien se le ocurrió la genial idea de inventar a las aseguradoras...

miércoles, 4 de agosto de 2010

Experiencias clínicas II

Una vez que los medicamentos empezaron a surtir efecto, el dolor empezó a ceder así como las náuseas, y fue entonces que pude ocuparme de mis otras necesidades fisológicas. El frío que se sentía en la Sala de Emergencia era insoportable. Todo mi cuerpo temblaba y se contraía con el intento de calentarme, pero todo en vano. Por alguna razón, no había una cobija en ese lugar para mi, y ellos pretendían que me contentara con un campo médico de esos azules, por el cual les menté la madre y les repetí que quería una cobija.

Gracias a Dios que mi hermana decidió llevar una toalla en caso de que la necesitaramos durante el trayecto hacia la clínica y eso me sirvió de cobija improvisada hasta que como media hora después alguien se dignó a facilitarme una de las cobijas del área de Hospitalización.

Pronto me volví más consciente de lo que ocurría a mi alrededor. Mi familia me rodeaba con sus caras llenas de angustia y ya los enfermeros se habían rendido de explicarles que estaba permitida la compañía de una sola persona y no de tres. Mi papá hacía un esfuerzo por calentarme los pies, y mi mamá le daba instrucciones a mi hermana de las cosas que necesitaría para pasar la noche conmigo.

De cuando en cuando regresaba ese dolor terrible y cuando me levanté para ir al baño, no pude dejar de notar el tinte rojo que dejé en el excusado, con la subsiguiente pregunta absurda -Papi, eso está rojo, ¿está bien?-.

Me sacaron la sangre, me pusieron un viaje de antibióticos después de que se enteraron de que tenía los glóbulos blancos a mil, informándome que tenía una infección en el estómago, y me dejaron así, esperando que durmiera.

La persona que se encontraba en el cubículo de al lado, estaba luchando contra un dengue hemorrágico, un chino de esos que no entienden nada de español. El doctor, quien después resultó ser el anterior decano de la Facultad de Medicina de la UCV, no hallaba como hacerle entender al chino que el dengue le estaba causando una falla hepática y que no podía beber alcohol ni ingerir comida grasosa. En su desesperación, empezó a pegar unos gritos insoportables, acabando con mis fallidos intentos de dormir.

Entre tanto, mi mamá se había acostado en uno de los cubículos desocupados,y una vez que el doctor dejó de gritar y los chinos dejaron de gritar también, poco a poco me fui relajando y me sumí en un sueño intranquilo. Tenía muchísima sed y nadie quería darme ni un poquito de agua, por miedo a que mi intolerante estómago ni siquiera pudiese aguantar un poquitico de líquido. Mis labios estaban secos y los dientes se me pegaban a las encías. Nunca había pasado tanto tiempo sin tomar agua. Resultaron ser más de 12 horas...

Durante esa noche, intenté despertar a los enfermeros siempre que necesitaba ir al baño, y fue mi mamá la que acudió al rescate. Estaba a 4 cubículos del mío, y sin embargo, a eso de las 3 de la mañana, escuchó mi voz, y se encargó de despertar a Rodrigo (el enfermero) para que me desenchufara del suero y del antibiótico y me acompañó al baño.
Sinceramente las mamás son seres del otro mundo. Después de eso no se quiso volver a su cubículo y decidió pasar la noche "acostada" en una silla, y me acompañaba al baño cada vez. Conversó conmigo, nos reímos del chino y estábamos a la expectativa de que llegara el médico y "nos" diera de alta esa mañana para poder ir a casa.

El doctor de guardia no volvió a aparecer más nunca, ya que mi infección requería asistencia especializada y esperábamos por el gastroenterólogo, que vendría tempranito a las 10. Antes de eso, exigí un trago de agua, y me lo dieron, ¡fue maravilloso!, el agua sabía horrible, y no me importó, ¡era agua!.

Antes de que llegara el Dr. Medina, me llevaron a hacer un ecosonograma abdominal, donde me tuvieron esperando sentada en una silla de ruedas como por 15 minutos en una esquina, en la cual me sentí como una especie de estorbo, y donde después el doctor del eco, me lleno toda la panza de ese lubricante asqueroso y no le importó mancharme la franela y el short y la ropa interior de aquel gel frío y horrendo. La consideración de este hombre para con el bienestar del paciente era absolutamente nula, pensaba mientras me pasaba el aparato por el estómago y me daba órdenes -Respira profundo, aguanta la respiración, exhala-. No preguntó mi nombre ni qué tenía ni por qué estaba allí. Imbécil.

Me regresaron a mi currículum, donde ya estaba el Dr. Medina con su cara bonachona y su barba blanca, y de inmediato me sentí mejor. Me palpó el estómago, se alegró de que todo estuviese blandito, y nos dio la mala noticia. Íbamos a hospitalizarme, pues la infección seguía siendo muy severa y me quería tener en observación...

lunes, 2 de agosto de 2010

Experiencias clínicas I

Confieso que este escrito está inspirado en aquél relatado por Extranjera en su blog, pero con mi propia experiencia.

Había tenido un buen día. Pasé la mañana con mi novio, desayunamos divino en casa de su tía. Arepas, perico, caraotas, queso de año. Venezuela. Venezuela...

A eso de las 3 empecé a sentirme mal mientras íbamos camino a casa y al mismo tiempo, mi mente iba preparando una ensalada thai para mi novio. Ya había decidido que no iba a comer, las náuseas eran demasiado fuertes. Así que llegamos, cociné, lo vi comer, lo llevé de regreso a su casa, y cuando volví estaba mi papá con mi hermana así que me aguanté un poquito más. No quería que se preocupara, no quería que me diese Primperam.

Y es que cuando me siento así, como si tuviese un montón de cosas podridas dentro, prefiero expulsar aquella inmundicia de mi cuerpo, dejarla ir, sacarla de mi cuerpo. Urgente.

Pero no pude hacerlo, me esperé a que él se fuera. A eso de las 6, no aguanté más, me fui en una de las sensaciones corporales más desagradables en el mundo. Las contracciones de mi estómago para botar lo que me empeñé en guardar por tanto tiempo eran tan violentas que no me podía sentar, y mis brazos se convirtieron en mi apoyo. A todas estas no quería ayuda, sentía una verguenza tremenda porque pensé que aquello era secuela de una rasca terrible que pasé con mis amigas en Higuerote.

Después lo pensé mejor. Mi cuerpo puede metabolizar el alcohol en más de dos días. Eso no era. Así que al final me dejé ayudar. Mi mamá se fue a la farmacia, y yo seguí vomitando mientras mi hermana intentaba ver una película.

Y de repente algo que no me esperaba ocurrió. El dolor era inaguantable. Intenté no gritar, porque Cori estaba cansada, y se había puesto la pijama y todo. Pero no pude, era superior a mi. Sentía como si me estuviesen torciendo el estómago de una manera absurda y feroz. Grité.

Mucho.

La recuerdo a ella vistiéndose y haciendo un bulto de emergencia, llamando a mamá, a papá y al mismo tiempo estaba allí apoyándome y abarazándome y diciéndome que ya me iban a llevar a la clínica y que todo iría bien. Me vistió a mi también. Y nos fuimos.

Volví a vomitar en el carro. Mi hermana tan precavida se llevó un potecito.

Cuando llegué a la clínica. Aún torciéndome del dolor, logré decirle "buenas noches" al que se tropezara conmigo hasta que llegué al cubículo 1, donde volví a gritar y creo que volví a vomitar.

Sólo recuerdo las paredes verdes de ese que da asco y un frío intenso. Recuerdo la cortina del mismo verde, y la enfermera pinchándome la mano mientras yo me torcía sobre la camilla y aullaba otra vez...